29-06-07
No es la primera vez que la nación mexicana pierde el rumbo. Veinticinco años llevamos con el rumbo perdido. Todos los organismos internacionales a gritos, tanto como lo permite la cortesía diplomática, nos dicen que nos estamos quedando rezagados en el concierto internacional: después de más de cuarenta años de crecimiento sostenido anual promedio de 6 por ciento sobre el producto interno bruto, ahora desde 1982 estamos creciendo a una tasa promedio inferior a 2 por ciento sobre PIB; las evaluaciones del sistema educativo nacional son verdaderamente alarmantes; la inversión en ciencia y tecnología – que es la clave de la competitividad – cada día más estrangulada; CONACYT, el Instituto Méxicano del Petróleo, la UNAM, el Politécnico Nacional, otrora motores del desarrollo nacional, cada día más limitados presupuestalmente.
El Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) a la que pertenecemos junto con los 30 países más desarrollados del mundo, continuamente dentro de su comedimiento nos están recordando que, para lograr el desarrollo equilibrado que nos equipare e incorpore gradualmente, y para poder ser competitivos, hay tres elementos sustantivos que México debe atender: el primero es invertir en el factor humano, es decir educación, capacitación, ciencia y tecnología; ahí ven esos organismos la raíz de nuestro lugar cada vez más bajo en la escala internacional de competitividad frente, por ejemplo, a los “pequeños dragones” asiáticos, que llevan ya decenios invirtiendo fuertemente en la capacitación de sus recursos humanos.
El segundo elemento es el de la verdadera reforma fiscal. México es el país del mundo que menos recauda sobre PIB. En el 2006 no pasó del 11 por ciento frente a más del triple en promedio de los países de la OCDE. Pero lo más importante no es el monto, con todo y la trascendencia que tiene, sino la composición. No es posible, ni aceptable la visión miope de querer cargar más al consumo y de imponer IVA en alimentos y medicinas a la gran mayoría de los mexicanos con salarios congelados desde hace 25 años: eso en el mejor de los casos, porque sólo el 40 por ciento cuenta con empleo formal y en consecuencia está inscrito en la seguridad social. Los países de la OCDE obtienen la mayoría de sus ingresos fiscales del impuesto sobre la renta (ISR) a las utilidades de las grandes empresas y no tanto de los contribuyentes cautivos a los que se les descuenta de la nómina. Eso les permite a los estados contar con gobiernos fuertes, no obesos, y atender a todas las necesidades de los ciudadanos en seguridad, nutrición, educación, ciencia, tecnología y capacitación laboral, además de vivienda, habitat y desarrollo cultural y deportivo. Sobra decir que estamos en el último lugar de los países de esa organización. Aquí las grandes empresas siguen eludiendo al fisco y, lo que es peor, lo hacen legalmente, y “a los perros más flacos les caen todas las pulgas”.
El tercer elemento está muy vinculado con los dos anteriores y es el de la terrible inequidad y los altísimos, bochornosos, índices de pobreza. Porque la pobreza no es un fenómeno puramente técnico económico. La pobreza tiene una causa que es la marginación, empezando por la marginación geográfica, que es o fue producto del despojo histórico.
Recientemente en el mes de junio de este 2007 en curso, don Carlos Slim tuvo una importante presentación ante los estudiantes y académicos del ITESO, la universidad jesuita de Guadalajara. Dijo Carlos Slim que “lo interesante de esta civilización es que, en lugar de explotar al hombre y a la tierra, sobre todo al hombre, que lo esclavizaba, que lo limitaba y lo inmovilizaba socialmente, y tal como nacía moría, ahora esta sociedad sustenta su desarrollo en el bienestar de los demás”. Dijo también – y éste es el tema central – que “lo que antes era un asunto de justicia social, ética, de moral, ahora es una necesidad económica”.
Es claro que el señor Slim comparte la visión de desarrollo de los líderes de los países avanzados y de los organismos internacionales, incluida la OCDE a la que pertenecemos; y no la vista miope de la mayoría de nuestros empresarios y dirigentes económicos que continúan con el enfoque de los hacendados coloniales y porfirianos de “explotar al hombre y a la tierra, sobre todo al hombre, que tal como nacía moría”, como dice don Carlos, el hombre más rico de México. A él le queda claro que la justicia social y la dinámica económica coinciden; y para decirlo crudamente, la razón técnica se llama mercado.
Lo primero que a uno le enseñan en la primera clase de economía es que el motor de toda la actividad económica es la demanda y que ésta se sustenta en el ingreso familiar, es decir en el sueldo adecuado de los trabajadores que son la inmensa mayoría de los consumidores. Las empresas altamente eficaces en términos productivos, si no tienen compradores, se llenarán de almacenamientos y acabarán quebrando por más marketing que hagan. La economía necesita compradores, o sea trabajadores bien pagados. Aquí muchos empresarios siguen pensando como los hacendados porfirianos; quieren peones acasillados. Bueno sería, para retomar el rumbo, que oyeran a Carlos Slim: ya no “explotar al hombre y a la tierra”, sino “sustentar el desarrollo en el bienestar de los demás”. Por cierto no se ve que en las escuelas de negocios de Jalisco se esté enseñando esto.
Tenemos una mala costumbre por estas tierras, muy arraigada: para todo sale a relucir el “por ejemplo en Estados Unidos”, como si fuera el único otro país del mundo. En lo único que no imitamos a nuestros vecinos del norte es precisamente en la clave de su prosperidad que es su propio mercado interno; o, dicho con las palabras de Slim, “en el bienestar de los demás”. Ahí está el rumbo que tenemos perdido. Eso nos ha significado una sangría de 20 millones de compatriotas en los últimos 25 años, que, por cierto, son los que hoy sustentan con sus remesas nuestro mercado interno.
No está de más reiterarlo: la ética y la justicia social coinciden con la ciencia económica, como nos lo han estado repitiendo Carlos Slim y los organismos económicos internacionales. El mercado, que es el motor de la economía está en el consumo de las masas trabajadoras.
Ahí está el rumbo trazado con toda claridad. Lo marcaron desde un principio los Insurgentes. Se llama desconquista. Veamos por qué no bastó con la independencia. Al momento de la conquista y años subsiguientes el intercambio entre naturales e invasores fue inmediato. Cincuenta años después los naturales poseían el evangelio y los invasores poseían la tierra; y pusieron a los indios a trabajarla, para provecho de los llegados. Así por 300 años.
Cuando en 1810 se inicia la revuelta contra los gachupines, los líderes insurgentes que jefaturaban a las masas, no querían sólo expulsar a los peninsulares; querían la transformación social y el derrocamiento del viejo orden colonial, cuasifeudal, arcaico y terriblemente injusto derivado de la conquista. Querían la desconquista.
España, a su llegada a América, ya venía rezagada históricamente, producto de ochocientos años de guerra para la reconquista frente a los moros. Seguía con su sistema agrario feudal mientras el resto de Europa había alcanzado importantes focos de burguesía y de acumulación de capital comercial y tecnológico. Así pues, los conquistadores establecieron el sistema agrario de mercedes y encomiendas, después haciendas, que no eran sino la adecuación del régimen feudal a estas tierras. Enrique Florescano y Alejandra Moreno Toscano han documentado con toda claridad que el movimiento insurgente, si bien en la coyuntura de la ocupación napoleónica de la metrópoli, fue en esencia un movimiento agrario de rebelión en un año de escasez por mala cosecha.
De los primeros actos de gobierno de Miguel Hidalgo en Guadalajara, el 6 de diciembre de 1810 promulgaba el bando que determina que “todos los dueños de esclavos deberán darles la libertad dentro del término de diez días, so pena de muerte”. No menos importante es la segunda disposición: “que cese para lo sucesivo la contribución de tributos, respecto de las castas que lo pagaban y toda exacción que a los indios se les exigía”.
José María Morelos en Los Sentimientos de la Nación establece “que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia; y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto”. También dispone “que la esclavitud se proscriba para siempre y lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano del otro el vicio y la virtud”.
Aun en el ánimo de no ser prolijo en esta coyuntura, vale la pena citar que Morelos pretende también promover la instrucción “del hijo del barretero”, es decir de las juventudes populares. Vale la pena hacer referencia a la “Constitución Imaginaria” de José Joaquín Fernández de Lizardi que detalla en su artículo 63: “No siendo justo que cuatro propietarios hacendados se hallen apropiados de casi todo un nuevo mundo con notorio perjuicio del resto de sus conciudadanos, pues es bien sabido que hay ricos que tienen diez, doce o más haciendas, y algunas que no se pueden andar en cuatro días, al mismo tiempo que hay millones de individuos que no tienen un palmo de tierra propio, se decreta la presente ley agraria…”
Esta idea insurgente la va a recoger años después, en 1856, Ponciano Arriaga en su Voto Particular sobre la Propiedad, aunque sin resultados inmediatos. Así pues, desde los padres insurgentes está planteado el rumbo nacional: el propósito de corregir y atenuar los efectos de la malformación congénita de la nación mexicana. Es decir: la desconquista.
Pero no. En el templo de la Profesa, en la ciudad de México, se tramaba exactamente lo contrario: que todo cambie para que todo quede igual. Encontraron al hombre ideal para ello: Agustín de Iturbide, coronel realista, sañudo perseguidor de insurgentes, corrupto militar acaparador y especulador de granos, hábil y apuesto jinete, político seductor, que en secreto ve con avaricia hacerse del poder. Así la Independencia Trigarante de 1821 es la más descarada traición a los propósitos desconquistadores de los insurgentes. Cien años más de lo mismo. Se van los gachupines peninsulares, pero quedan los descendientes de los invasores como dueños de la tierra, del poder político y de la vida de los peones, siervos de la gleba. No hay república, a pesar del nombre, porque no hay ciudadanos. Hay que esperar hasta que la nación reviente. El rumbo se ha perdido por 100 años.
En Jalisco, Pedro Celestino Negrete secunda de inmediato el Plan de Iguala respaldando las Tres Garantías. Ahí está la placa conmemorativa en la calle Independencia de San Pedro Tlaquepaque. El Independizador de Jalisco es otro gachupín sanguinario perseguidor y asesino de insurgentes. Con él la flor y nara del alto clero y de los propietarios de la Nueva Galicia. El zorro a cargo del gallinero. Igual traición a los ideales insurgentes. Cien años más de lo mismo.
Durante el régimen colonial la Iglesia Católica española estaba investida de importantes atribuciones civiles. Desde luego tenía el monopolio absoluto de la educación en todo nivel, con escasísimas excepciones como el Colegio de las Vizcaínas (esos vascos siempre disidentes). Por supuesto, era también secretaría de salud: todos los hospitales, nosocomios, orfanatos bajo su directa responsabilidad: Los diezmos y primicias, obligatorios bajo sanción civil, le conferían atribuciones hacendarias. Quienes siendo súbditos de su Católica Majestad morían fuera de la Santa Madre Iglesia, eran enterrados “en tierra bruta donde me pise el ganado”, porque la citada Santa Madre tenía la posesión y dominio exclusivo de los cementerios. Los herejes y demás condenados por la Santa Inquisición eran entregados al “brazo civil” para la ejecución de las sanciones (el nombre del brazo da a entender que autoridad civil y eclesiástica pertenecen a un mismo cuerpo). De hecho el rey sus vicerreyes interferían abiertamente en la designación de las jerarquías eclesiásticas: José María Luis Mora le llamaría después “monstruosa convivencia”. Tampoco hay que dejar de mencionar el registro en exclusiva de todos los actos de la vida civil: nacimientos-bautizos, matrimonios, defunciones.
No fue fácil para la nueva república arribar a la claridad mental necesaria para establecer el laicismo propio de toda república verdadera. La primera constitución federal, la de 1824, establecía la religión católica obligatoria sin tolerancia de ninguna otra. Nueve años después, en 1833, con la asesoría de José María Luis Mora, el Presidente de la República Valentín Gómez Farias , jalisciense que había sido diputado a las Cortes de Cádiz en 1812, hizo los primeros intentos. Resultados infructuosos; pero ahí quedó la semilla del precedente. Fue necesario esperar a la coyuntura de las Leyes de Reforma y de la nueva constitución de 1857, en cierto modo derivada de la derrota de 1847 y de la consecuente pérdida de la mitad del territorio nacional y del abatimiento del espíritu nacional.
Entretanto, el más ilustre de todos los jaliscienses, escribía en 1842 el Ensayo sobre el Verdadero Estado de la Cuestión Social y Política que se agita en la República Mexicana. Sorprende en verdad que Mariano Otero a sus escasos veinticinco años, con limitado y tardío acceso a las obras del pensamiento político y económico universal y específicamente europeo, haya insistido en su ensayo que “la organización de la propiedad es el principio generador de los fenómenos sociales”, que esta organización se refleja en la relación de las clases sociales, que “el cambio general debe comenzar por las relaciones materiales de la sociedad” y que “la propiedad rural mal repartida produce las más funestas consecuencias”. Más sorprendente es el hecho de que esto ocurre tres años antes de la publicación de La Sagrada Familia, seis años antes del Manifiesto Comunista y veinticinco años antes de la publicación del primer tomo de El Capital.
Cuando pensamos en Mariano Otero, muerto por el cólera a los 33 años, o en figuras como Francisco García Salinas, Prisciliano Sánchez o Ponciano Arriaga, alcanzamos a percibir cuán equivocados estan quienes piensan con simpleza que el liberalismo mexicano se dejó llevar de manera mecánica por el librecambismo entonces predominante sin hacer reflexiones propias sobre la realidad nacional. En verdad sí tenían claro el rumbo.
Durante todo el siglo XIX nadie, ni Benito Juárez, llegó al poder por la vía electoral democrática. Fueron las botas, no los votos, las que decidieron el poder republicano. De todos modos, las leyes electorales establecían el voto censitario, indirecto hasta en tercer grado, condicionado a poseer “rentas”, es decir reducido a un ínfimo porcentaje de mexicanos. Don Francisco I. Madero, el apóstol de la democracia, llegó al poder ejecutivo federal, después del derrocamiento militar de Porfirio Díaz, ya en el Siglo XX por la enorme cantidad de 19,997… indirectos, naturalmente. Ni siquiera completó los 20,000.
Será necesario esperar al triunfo de la Revolución, la verdadera, la campesina, para lograr en 1917 el voto universal, directo y secreto…de los varones. Las mujeres tendrán que esperar a 1953 para obtener el voto federal. Aquellas valientes que lo arrancaron fueron antes militantes que ciudadanas.
Celebraba Porfirio Díaz en 1910 con bombo y platillo el Centenario de la Independencia (en realidad de la insurgencia) con el gran respeto de “la comunidad internacional” por haber logrado “orden y progreso, el lema del positivismo comtiano. Las guardias rurales habían acabado con los bandidos colgándolos o incorporándolos a sus filas. Los teatros de la paz se construyeron en todas las capitales provinciales, que no estatales. Había ya casi una escuela en cada cabecera municipal. Se fue formando una delgadísima capa de clases medias, que fueron adquiriendo conciencia política.
El tema central seguía sin tocarse: la tierra . A decir verdad, se había empeorado. No más de 3,500 familias poseían el 98 por ciento del terreno nacional (el caso de los Altos de Jalisco es una excepción por su formación histórica). Puede ser extremadamente ilustrativo para quien esté realmente interesado en el rumbo nacional, leer el librito titulado México Bárbaro del estadounidense John Kenneth Turner, escrito por esas fechas de 1910.
El peón acasillado de las haciendas, más del 80 por ciento de los 15 millones de mexicanos entonces, no sólo no decidía quién sería el presidente de la república, el gobernador, o el presidente municipal; en realidad no decidía de su propia vida, porque la deuda personal transmitida de padres a hijos, no le permitía abandonar la hacienda. Tampoco formaba parte de la economía monetaria porque no se le pagaba en dinero sino en especie: cuartillos de maíz y frijol, p iezas de manta para las enaguas de la mujer y para el calzón del hombre, piloncillo y otros enseres. Por supuesto , no había para él ni su familia servicio médico ni, mucho menos, seguridad social. Quienes subieron al tren fue para ser deportados a Valle Nacional, donde morían a los pocos meses. En una llamada “república”, la gran mayoría de los “ciudadanos”. En pleno siglo XX.
Es absolutamente necesario tener presente de dónde venimos para saber qué rumbo queremos tomar.
Así reventó la nación poco después del festejo del Centenario. A ello, sin duda, mucho contribuyó la toma de conciencia de las escasas clases medias y de miembros periféricos del campesinado como Emiliano Zapata. En 1906 el Programa del Partido Liberal de los hermanos Flores Magón proponía, entre otros postulados “declarar nulas las deudas actuales de los jornaleros de campo para con los amos”; y también “prohibir a los patronos, bajo severas penas, que paguen al trabajador de cualquier otro modo que no sea con dinero”; y “hacer obligatorio el descanso dominical”. Ricardo Flores Magón murió en una cárcel de Kansas “en condiciones no aclaradas”.
En 1917 la Constitución Política, todavía hoy vigente, al menos en teoría, estableció los artículos 3º, 27, 123 y 130 definitivamente los centrales del rumbo nacional. La reforma agraria, con todos sus muchos defectos, incorporó a los campesinos al conglomerado nacional. No hay que olvidar que el lema de Zapata era doble: “Tierra y Libertad”. Muchas familias campesinas fueron gradualmente dejando atrás sus tierras y optando libremente por incorporarse a las ciudades. Hoy la población urbana rebasa el 70 por ciento de los mexicanos. Aquellos campesinos analfabetas y malnutridos comprendieron, más por intuición, que su voto corporativo por el artículo 3º permitiría para sus hijos un futuro de instrucción y progreso. Hoy muchos de sus nietos y bisnietos han obtenido licenciaturas, maestrías y doctorados en el Instituto Politécnico Nacional y otras muchas universidades, tecnológicos e instituciones públicas de instrucción superior. La gratuidad real de la educación pública se ha apoyado en los desayunos escolares y en los libros de texto gratuito. El artículo tercero ha sido sin duda una de las instituciones más revolucionarias: con rumbo certero y sin cambio violento.
Elementos parecidos habría que ponderar con los derechos laborales establecidos en el artículo 123 y su ley reglamentaria, que hoy se pretende “flexibilizar” también ahí la creación de la seguridad social ha contribuido de manera significativa a consolidarlos.
La Revolución Mexicana dejó su tarea hecha a medias. Si en 1910 el 90 por ciento de los mexicanos campesinos y urbanos; eran pobres en serio, setenta años después quedaba la mitad. Podemos entrar a un debate de cifras acerca de la situación de los últimos 25 años; pero los datos de INEGI dejarán a todo el que tenga un mínimo sentido crítico, con la fuerte sensación de que poco o nada hemos avanzado desde entonces. Seguimos con la mitad de los mexicanos pobres y desde fuera nos dicen que la desigualdad social ha empeorado. El rumbo está claro.
En enero de 1994, cuando ingresábamos al primer mundo, se nos reventó nuestro propio tercer mundo por el patio trasero. Chiapas se había quedado rezagado en el proceso de avance revolucionario. En 1920-24 el entonces Presidente Alvaro Obregón, agobiado por las presiones norteamericanas en los llamados Acuerdos de Bucareli, había pactado una tregua con los “mapaches”, o sea con las milicias contrarrevolucionarias de los terratenientes chiapanecos. En Chiapas no se hizo la revolución ni la reforma agraria hasta 1994-2000. Los nuevos zapatistas, al consultar a sus numerosos simpatizantes, recibieron un mandato contundente: ni un tiro más. Los mexicanos, está claro, no queremos violencia, ni aun para luchar por la justicia. Se logra más por la vía pacífica. Aunque conviene aclarar a los timoratos que el derecho de manifestación no violenta está consagrado en la Constitución. Mahatma Gandhi, marchando pacíficamente, y siendo encarcelado y apaleado, desafió la ley imperial británica y logró la independencia de la India. Cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia. Ahí están, pues, el rumbo y el cambio.
Cuál cambio, cuál cambio. Mucho se habló de cambio en 1998-2000. Hasta cierto punto era un cambio sin rumbo. No se sabía bien a dónde, pero fue cuajando la idea de lo que se quería dejar atrás. El poder corrompe y ya eran 70 años de un poder casi monopólico.
Quienes titeretearon a Vicente Fox sí tenían su rumbo marcado, pero no coincidía con la mayoría nacional. Sí tenían su as en la manga; pero cometieron un serio error político. Les faltó asesoría política. En la elección se sumaron votos de izquierda y derecha. Hubo votos útiles; los necesarios para ganar la elección: Creyeron que ya habían logrado su propósito: hacerse del patrimonio energético nacional. Pero no cayeron en la cuenta que con la alternacia en el Poder Ejecutivo había cambiado precisamente la relación entre los poderes republicanos.
Pensaron con inercia. No observaron que en “el viejo régimen” el titular del Poder Ejecutivo era al mismo tiempo el líder del partido predominante y tenía poder de decisión sobre las carreras políticas de los legisladores federales de su partido. Para el 2000 se consolida la pluralidad política representada en las cámaras federales. El titular del Poder Ejecutivo ya no cuenta automáticamente con la mayoría calificada de dos tercios en el Poder Legislativo para emprender cualquier reforma a la Constitución. Si hay un hecho político trascendente en el 2000 es precisamente el haber logrado el equilibrio real de los poderes republicanos, tal como está en el texto de la constitución. Además, claro, del precedente histórico: por primera vez en toda la historia nacional un partido político entrega pacíficamente y por la vía electoral el poder ejecutivo nacional a la oposición.
Lo que siguió es ya la gran lección. La corrupción no es prerrogativa exclusiva de ningún partido. El cambio sin rumbo es la estupidez absoluta. Hay que retomar el rumbo. El rumbo es la desconquista de México. Y nos queda la mitad de la tarea por hacer.
Esteban Garaiz