Septiembre 02, 2001
Las naciones indígenas ya existían al momento de la constitución del Estado-Nación de México en 1821. Es más: ahí estaban antes de la gradual formación, durante 300 años, de esta nuestra nación que con eufemismo llamamos mestiza, producto de la conquista violenta y que fue creciendo a expensas de ellas.
La proclamación de la independencia trigarante fue la clara traición a las aspiraciones insurgentes. Con el lema de: Independencia, Religión y Unión, la unión significó el tiburón y las sardinas en el mismo acuario. En todo caso, a pesar del nombre oficial adoptado en 1824, el espíritu federalista quedó hecho a un lado frente a la concepción jurídica romana y napoleónica: por sobre el ayuntamiento – o ayuntamiento – el concepto dominante de Imperium: (el mismo de la España Una, Grande y Libre que tendrían los falangistas en el Siglo XX y que conservan algunos de nuestros constitucionalistas más renombrados).
El nuevo estado – nación en ningún momento hizo el reconocimiento expreso de la existencia de estos pueblos con fisonomía propia; y esta enorme deuda histórica sigue pendiente hasta nuestros días.
El espíritu trigarante perduró por todo el siglo XIX, hasta que la Nación revienta con la Revolución Mexicana de 1910-17.
Incluso, el movimiento de la Reforma, que representó un trascendente avance en la esencia republicana y laica del Estado mexicano, con la brillante generación jefaturada por Benito Juárez, “indio de la nación zapoteca” según él lo expresó en sus Apuntes para mis Hijos, sin embargo, no sólo cometió la misma omisión severa en la Constitución Política de 1857, sino que representó un retroceso en la tenencia de la tierra de las comunidades indígenas.
Paradójicamente había habido mayor reconocimiento hacía ellas por parte de los ordenamientos jurídicos del Virreinato; y también paradójicamente, muchos de los llamados usos y costumbres y el protocolo municipal de las comunidades indígenas de hoy mantienen la estructura y nomenclatura virreinal de los ayuntamientos españoles.
En el período final de la República Restaurada, durante el Porfiriato, las compañías deslindadoras aceleran la erosión del patrimonio territorial de los pueblos indígenas desde el 18 de diciembre de 1876 e incluso el Ejército nacional guerrea contra varios de estos pueblos como si se tratara de enemigos extranjeros.
Así la estructura social agraria, basada en el régimen arcaico de haciendas, no desaparece con la salida de los españoles peninsulares, sino que perdura y se agrava después de la independencia Trigarante, cien años más de lo mismo con una sociedad altamente estamentada cuyas capas sociales están esencialmente vinculadas al origen étnico. Hasta la gran eclosión revolucionaria.
Los constituyentes de Querétaro reconocieron en el artículo 27 la personalidad jurídica de los núcleos de población comunales, determinaron la restitución de tierras, bosques y aguas y declararon nulas todas las enajenaciones de tierras, aguas y montes pertenecientes a las comunidades. Pero tampoco se plantearon el reconocimiento político de los pueblos indígenas constituidos como entidades sociales diferenciadas antes de la creación del Estado Nación.
Es cierto que la Secretaría de Educación Pública, más con un afán integracionista, ha instrumentado un ejemplar programa de educación bilingüe. Pero en ningún momento, hasta el alzamiento de 1994, ni el Gobierno Federal ni el Congreso de la Unión se han planteado el reconocimiento oficial de las lenguas indígenas del territorio nacional.
La raíz esencial de esta omisión continuada, de esta grave deuda histórica es la concepción unitaria e indivisa del Estado, que no se compagina, más aun: que se contradice con las expresiones formularias de un federalismo que se concibe como subdivisión administrativa de arriba hacia abajo.
Los propios romanos, en el auge de su imperio fueron más flexibles con los pueblos federados, algunos de los cuales todavía hoy, conservan su idioma indígena 2000 años después.
El gobierno virreinal español, sin duda sustentado en el pensamiento filosófico de Francisco de Vitoria sobre el derecho de gentes, difundido después por los jesuitas, permitió cierta autonomía y organización propia a los pueblos indígenas y en muchos casos respetó y ratificó formalmente sus territorios.
No deja de ser una terrible contradicción que un Estado que se define democrático, republicano y federal continúe hoy con esta pesada deuda histórica para con sus pueblos originarios; y que sus más renombrados constitucionalistas sigan empanicados ante la “balkanización” de la República.
Nación según el Diccionario de la Lengua Española, es un “conjunto de personas de un mismo origen étnico y que generalmente hablan un mismo idioma y tienen una tradición común”.