Para Milenio
Esteban Garaiz
13 nov 2018
El ochenta por ciento de las
fondas de Jalisco usan platos de barro de Capula: ahí saben mejor los tacos y
las enchiladas.
Capula es un pueblo artesanal y
de tradiciones, a escasos 20 kilómetros de Morelia. En los primeros días de
noviembre, como en otros pueblos de Michoacán, se celebra el homenaje a los
muertos, tan cercanos a los vivos.
En el altar central de la
parroquia de Capula está la imagen de Santiago, el santo patrono del pueblo,
como en tantos otros.
Ahí está el apóstol: a caballo y con la espada
en la mano. La espada es un arma: sirve para matar. Ahí está en el centro del
templo del amor fraterno.
La Iglesia Católica Apostólica
Romana acaba de dar un paso de enorme trascendencia en materia de doctrina
moral: eliminar del Catecismo la licitud de la pena de muerte.
Dicho con claridad: nadie tiene
derecho a quitarle la vida a ningún ser humano, hijo de Dios. Ni siquiera
quienes, a nombre del Estado, o sea el rector de la convivencia pacífica de
todos los seres humanos, se arrogan el derecho de matar “para castigo”.
Un paso trascendente, que ha
pasado casi desapercibido, frente a las hipocresías del Pro Vida mientras miles
de niños nacidos vivos mueren en nuestra sociedad por criminal descuido hacia
la vida humana de los más pobres y orillados (cuatro veces más que en Cuba).
Como seguramente muchos de los
amables lectores recordarán de sus tiempos infantiles del catecismo, toda
religión consta de tres partes esenciales: dogma, moral y culto (aunque muchos
se quedan sólo con el culto y hagan caso omiso de la moral fraterna).
Según los evangelios, Sant Iacob,
el apóstol Santiago, era un pescador galileo: Iacob hijo de Zebedeo, que dejó
barca y redes por seguir a Jesús el Nazareno y su doctrina de amor al prójimo
(“y el segundo mandamiento es igual de importante que el primero, y es: amarás
a tu prójimo como a ti mismo”).
Así que el tal Iacob sabía bien
remar y echar las redes; el pobre pescador galileo nunca en su pobre vida se
subió a un caballo; y mucho menos blandió una espada, que sirve sólo para
matar, no para amar al prójimo como a ti mismo.
No es licito matar a nadie: ni a
los moros, que también son hijos de Dios. Mucho menos a los dueños originarios
de estas tierras. Un arma en un templo es una terrible incongruencia.
Absolutamente fuera de toda lógica. A caballo es la sacralización de la
violencia entre hijos de Dios. Todo lo contrario del amor al prójimo “como a ti
mismo”.
El mito de Santiago Matamoros en
Compostela, Galicia fue una de las peores perversiones de la religión del amor
al prójimo. Peor lo fue el utilizarlo para robarles sus tierras a los dueños
originarios en este continente; y todavía ponerlos a trabajar en ellas de
manera coercitiva en favor de los conquistadores, o sea: de los arrebatadores.
El robo duró 100 años más después
de la tramposa Independencia Trigarante de 1821 y de la República de mentiras,
cuando ya en pleno siglo XX había 30 mil ciudadanos en esta Nación de 15
millones (por supuesto, los ciudadanos eran sólo varones) y el 85 por ciento de
las tierras cultivables estaban en manos de mil familias. En el siglo XX.
No puede haber república encima
de latifundios. En ninguna parte del mundo, ni en ninguna época de la historia.
Vean a nuestros hermanos de Colombia o de Brasil.
Si no hay reforma agraria y
liberación de los peones (o de los esclavos de las plantaciones en el caso de
los Estados Unidos de América) hablar de república es un contrasentido. No hay
república genuina en el mundo que no haya pasado por una reforma agraria: con
tierra y libertad, las dos cosas juntas.
Y libertad supone escolaridad
universal. Escuela para la convivencia entre iguales; no sólo capacitación para
la producción con robots de carne y hueso.
Volviendo a la parroquia de
Capula, la Iglesia Católica la tiene fácil para limpiar algunos de sus templos
de armas en manos de santos. En la vida civil sí la tenemos mucho más
complicada.
Aspirar a la cuarta transformación
de nuestra historia como nación, cuando la tercera, o sea la Revolución
Mexicana dejó en todo el siglo XX la mitad de la tarea por hacer, resulta un
tanto utópico. Liberarse de toda la estirpe neoliberal, que traicionó los
postulados que, todavía maltrechos, continúan plasmados en el Pacto Nacional de
1917, sigue siendo una tarea titánica; y pendiente.
Si en la merindad norte de
Burgos, en España, sigue habiendo todavía un pueblo llamado Matajudíos, o aquí
en nuestra frontera norte una ciudad llamada Matamoros, no pasa de ser un tema
simbólico de algo grave.
Aquí se nos colaron millones de
armas de alto poder; y matan. El nivel de homicidios es, sencillamente, la
prueba de un Estado fallido. Acabar con las armas es tarea civil. Ahora más que
nunca.