Esteban Garaiz
18 de septiembre 2019
Toda refundación, en cualquier espacio, en cualquier tiempo,
se finca en lo sano existente. Porque el pasado está muy presente en nuestro
presente; y está latente.
La historia no sólo es la maestra de la vida; es la vida
misma pasada que sigue presente hoy.
La refundación tiene que demoler y limpiar todo lo podrido,
lo apolillado, lo carcomido. A veces también: cortar por lo sano. De lo que
queda, volver a empezar; fincar de ahí en adelante.
También, a veces, habrá que fincar desde el subsuelo: algo
que nunca se hizo; y que sigue pendiente por necesidad histórica.
Jalisco, al igual que la Nación entera, arrastra una deuda
histórica desde su fundación misma como Estado federado. Es más: desde la
formación misma de la nueva nacionalidad.
Sus pueblos originarios, primeros posesionarios de estas
tierras, de las que fueron orillados: sea por la conquista acaparadora o por
refugiarse y sobrevivir en lo recóndito. Sus integrantes son jaliscienses y
mexicanos con plenos derechos.
En una república, como la que proclamamos, tienen todo el
derecho de organizarse desde lo local, de decidir sus formas de autogobierno y
sus autoridades, al margen de los partidos políticos de programa nacional; y de
que sus territorios sean respetados.
En 1821-24 la Independencia Trigarante instituye la nueva
entidad nacional y sus estados federados sobre las estructuras virreinales: el
idioma nacional importado, el orden jurídico de origen latino, el alfabeto
romano y la numeración arábiga.
Incluso la religión importada “sin tolerancia de ninguna
otra”. Lo más grave: preserva intacto el orden agrario colonial del despojo y
el peonaje de “las cuatro quintas partes de los mexicanos”, como dijo el
luminoso Justo Sierra: parias sin derecho a la salud, a la escolaridad, al
dinero ni a la ciudadanía. Cien años en una sedicente república. La
independencia no incluyó la desconquista.
No es creíble que alguien dude de que las castas, abolidas
formalmente al igual que la esclavitud, permanecen todavía incrustadas en el
subconsciente colectivo; y que urge en la Refundación una enérgica tarea
proactiva para desmantelarlas, más allá de declaraciones y de comisiones. Del
mismo modo que sobre la igualdad de géneros: más allá del feminismo gramatical.
Pero vamos más para atrás. El primer acto jurídico del
Continente Americano, registrado en letras latinas, fue una descarada
falsificación: la formación del Ayuntamiento de la Villa Rica de la Vera Cruz
en 1519: hace 500 años.
Un ayuntamiento sin mujeres, sin niños, sin familias, formado
por marineros y soldados, todos subalternos del Capitán Cortés, que, de acuerdo
con la soberanía del pueblo, esencia de la tradición política vasco-castellana,
otorgan a su jefe facultades para conquistar las tierras descubiertas. La
primera simulación legal.
Como narra don Luis Pérez Verdía, instalan la horca, símbolo
del dominio; y en ella cuelgan a los inconformes.
Trescientos años después, dos insignes figuras de estas
tierras occidentales: Valentín Gómez Farías y Prisciliano Sánchez, más un
coahilteco-texano: Miguel Ramos Arizpe, lucharán por la federación, desde lo
local, como la estructura política adecuada para la América Mexicana. Ahí hay
una herencia que preservar.
Otro insigne jalisciense: la mente más perspicaz, Mariano
Otero, va a poner el dedo en la llaga. En su Ensayo sobre el verdadero estado de la cuestión social y política
que se agita en la República Mexicana, 1842, lo dejó claro y
contundente.
“Los que buscan las instituciones y las leyes de un país como
ingeniosas combinaciones de números, ignoran que esa constitución existe toda
entera en la organización de la propiedad, tomando esta frase en su latitud
debida”.
Tenía 25 años el joven abogado. Ocho años después murió de
cólera. Publicó el Ensayo tres años antes de que Marx y Engels publicaran La Sagrada Familia; y 25 años
antes de El Capital.
Dice don Jesús Reyes Heroles que Otero fue tan gran jurista,
que se ha olvidado su máxima aportación como sociólogo.
Dijo Otero: “el cambio general debe comenzar por las
relaciones materiales de la sociedad”, porque “la propiedad mal repartida
produce las más funestas consecuencias”. Ahí también debe comenzar la
Refundación.
Quienes ahora, en 2019, emprenden la tarea de la Refundación
de Jalisco, deberán afrontar una cuestión que trasciende con mucho lo
semántico.
No podrán, no será válido ni política, ni ética, ni
constitucionalmente apelar a la gobernanza corporativa, inducida desde el
Consenso de Washington de 1982 (que nosotros no consensamos).
Mucho peor: que tomemos como referencia la definición que da
el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia, que define desde
principio de este siglo la gobernanza como: “arte o manera de gobernar que se
propone como objetivo el logro de un desarrollo económico, social e
institucional duradero, promoviendo un sano equilibrio entre el Estado, la
sociedad civil y el mercado de la economía”.
No existe, en ningún lado, tal “sano equilibrio”. Rafael
Correa lo dejó expreso. “El mercado es un excelente subalterno, pero un pésimo
patrón”. Los chinos lo tienen muy claro.
Desde hace 102 años nuestro marco constitucional (el que
desmanteló los latifundios y el peonaje que impedían la formación de la
auténtica república) prescribe con absoluta claridad en su artículo 27: “La
Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las
modalidades que dicte el interés público”.
Otro rezago grave de la actual estructura estatal es la
actuación severamente omisa del Poder Judicial en Jalisco. Omisa y, por tanto,
ilegal e injusta; abiertamente violatoria de su propia Ley.
La justicia que no se imparte en su oportunidad NO es
justicia. Es injusta. Ahora bien, la ley obliga a los juzgadores a impartir
justicia en sus plazos.
Dice la Constitución actual de Jalisco, artículo 52: “Toda
persona tiene derecho a que se le administre justicia en sus plazos”. En
Jalisco se viola, día con día, sistemáticamente y casi sin excepción, por los
juzgadores.
No se trata de escatimar derechos laborales al personal que
colabora con los juzgadores. Se trata de dejar claro que la impartición de
justicia es un derecho humano; y, por tanto, un servicio público que obliga.
La Refundación tendrá que ir más allá del mero texto constitucional.