Matar en nombre de Dios no es nada nuevo en la historia de la humanidad: Yehoshúa Bar David, más conocido como Jesucristo, murió crucificado por blasfemo, a criterio de quienes interpretaban la ley de Moisés; Esteban, por seguir a Cristo, fue matado a pedradas por Saúl de Tarso; Saúl a su vez, cuando ya se llamaba Pablo, tuvo el privilegio de ser decapitado, y no lapidado, por ser ciudadano romano, dando testimonio de Cristo.
De ahí en adelante, miles de seguidores de Jesús, que predicaban el amor a sus hermanos y se negaban a adorar ídolos, fueron matados frente a las fieras, o con atrocidades, a lo largo y ancho del Imperio Romano.
El emperador Constantino, peleando contra sus enemigos el año 313, vio en el cielo una gran cruz y un anuncio que decía: “In hoc signo vinces”, con esta señal vencerás. A partir de ahí la iglesia cristiana se romaniza, se estructura al estilo imperial y el obispo de Roma prevalece sobre los demás. Constantino y sus sucesores matan a nombre de Cristo, con la cruz por delante.
En el año 622 Muhamad, inspirado por sus revelaciones divinas, emprende la hégira y su prédica se extiende por todo el Medio Oriente, el norte y centro de Africa e invade en el 711 la península ibérica, con la enseña de la Yihad o guerra santa, es decir matar en nombre de Alá.
Ochocientos años han de matarse moros y cristianos en nombre de Dios.
Los papas de Roma, entretanto, a partir de Gregorio VII han de alentar las cruzadas – la guerra santa al revés – para seguir matando en nombre de Dios.
Surgen herejías y para preservar la pureza de la fe, es necesario que el Tribunal de la Santa Inquisición mate a esos seres perversos que son los herejes.
Y con la Reforma, los católicos franceses matarán hugonotes a cuchilladas, los calvinistas de Ginebra – tierra de refugiados por su fe – matarán al médico Miguel Servet y así seguirán las muertes en el nombre de Dios.
En el lado del Islam sunnitas y shiítas derraman abundantemente su sangre por la fe de Alá.
Y si creemos que esta horrenda perversión del amor divino ha concluido, miremos lo que sigue pasando en Irlanda del Norte entre católicos y protestantes; lo que sigue pasando en la India entre musulmanes e hindúes; lo que nos horroriza cada día – si es que no hemos perdido la capacidad de horror – en la llamada Tierra Santa entre israelíes y palestinos; sin olvidar que en 1948 la Irgún, la organización terrorista israelí, asesinó a Bernadotte el pacificador de las Naciones Unidas. Veamos lo que ocurrió hace un año, porque, en nombre de Dios, hubo quien decidió matarse para matar inocentes frente a las Torres Gemelas; y veamos cómo, con igual fundamentalismo, se comete genocidio contra el pueblo afgano en “la lucha del Bien contra el Mal”.
En el Nuevo Mundo, en 1712, en los campos de San Juan Cancuc, a las goteras de San Cristóbal, la Chiapa de los españoles, dos vírgenes se enfrentaron a balazos: la Virgen del Rosario al frente de los rebeldes tzeltales, y Nuestra Señora de la Caridad, mejor pertrechada por el obispo Alvarez de Toledo que a tiempo fundió la campana de bronce de Tecpatán para hacer un cañón, que derrotó y escarmentó con ejemplares ejecuciones, en defensa de los españoles. Por cierto, que es hoy irónicamente esperanzador oir que las misas en el templo de la Caridad se celebran en la lengua vernácula de los tzotziles, según el espíritu del Concilio Vaticano Segundo.
Y por estas tierras: por estas tierras del centro y occidente de México miles de valientes, hace apenas tres cuartos de siglo, mataron y murieron en nombre de la Santa Religión, y hoy, en una inercia de perversión de la sublime doctrina que nos enseña a amar a Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, queremos construir un templo, el más grande, a los Mártires, y, en una ambigüedad deliberada, los llamamos “martires cristeros”, para que no quede claro si rendimos culto a los que murieron por la fe de Cristo o a los que mataron en nombre de Cristo; para que no quede claro si predicamos el cristianismo o predicamos el revanchismo.
Así pues, nada de extraño tiene – como espléndidamente documenta nuestro autor el Dr. Cardaillac - que en el año 776, a escasos 65 años de la invasión musulmana a la Península Ibérica, con los cristianos del norte derrotados y desmoralizados, el buen monje Beato de Liébana haya transformado, en su comentario al Apocalipsis, la figura de Sant Jacob, el pescador galileo hijo de Zebedeo, que siguió a Jesús sin titubear y murió después decapitado por Herodes por dar testimonio de Cristo y que lo haya convertido en el “eques Christi”, el soldado a caballo de Cristo, que peleará al lado de los cristianos, y le haya puesto en la mano una espada – que sirve para matar – y lo haya así transformado en Santiago Matamoros.
Es natural pues, que los envalentonados guerreros cristianos comandados por Ramiro I de Asturias hayan visto en los campos de Clavijo, año 844, al apóstol Santiago, montado en su caballo blanco, con la espada en una mano y el estandarte de la cruz en la otra, dando mandobles contra los moros, conducidos por Abderramán... cuando muy probablemente el pescador galileo seguidor de Jesús jamás montó, durante su vida, en un caballo.
Tampoco es nuevo que la Iglesia Católica superponga un culto cristiano sobre una vieja querencia de devoción pagana arraigada en el pueblo. Mientras la iglesia ortodoxa oriental sigue celebrando el nacimiento de Jesús el 6 de enero, la iglesia latina, ya para entonces muy germanizada, decidió correr la festividad al 25 de diciembre, celebración del solsticio de invierno, la fiesta de Thor, el dios del árbol. Y todavía hoy el arbolito de Navidad adorna y alegra muchos hogares en diciembre.
Bajo los cimientos de la vieja basílica de Guadalupe permanecen los restos de la antigua pirámide de Tonantzin, Nuestra Madre la Tierra. Y en Chalma, todavía hoy cientos de devotos peregrinos danzan diariamente ante la imagen del Santo Cristo que poco después de la Conquista ocupó en la cueva el lugar del ídolo milagrosamente despedazado de Ustoctéotl, el dios de la cueva.
Para la historia resulta, pues, secundario si en realidad el cuerpo del hijo del Zebedeo se encuentra sepultado en el Campus Stellae, el campo de la estrella, en la antigua Asseconia la tierra de los celtas caporos en Galicia; o se trata, en realidad, del cuerpo de un hereje, como sostiene Menéndez y Pelayo; si de verdad predicó en Hispania para después ir a morir a la Judea, o nunca estuvo en Iria Flavia, la primera sede episcopal de Galicia.
Lo que sí saben los historiadores es que en el año 812 o el 820 se registra el hallazgo, real o mítico, del cuerpo; que en el 850 el cronista musulmán Yahía Ben Alhacán –Algacel para los cristianos – ya narra las andanzas de los primeros peregrinos; y que, a partir de ahí, se van a desencadenar dos procesos históricos enormes, trascedentales y paralelos: la reconquista alentada por el Apóstol del caballo blanco, que no se detendrá hasta 1492, con la toma de Granada por los Reyes Católicos a Boabdil, el rey moro que “lloró como mujer porque no supo defenderla como hombre”; y la imparable corriente de peregrinos de todo el “mundo conocido”, que transformó culturalmente a Europa Occidental durante la Edad Media y que culminó en el siglo XII con la asombrosa influencia de la orden de Cluny, alentada en Compostela por el obispo Diego Gelmírez.
Tanto era el peso del Apóstol y su culto en la lucha contra los moros, que Almanzor, con su astucia política y que, como buen musulmán, conocía el enorme poder movilizador de la peregrinación, creyó necesario incursionar hasta Compostela en el año 997 y arrasar el modesto templo. Destruyó el templo, pero no el temple de los cristianos.
Quisiera poderme alargar en el espléndido fenómeno histórico de las peregrinaciones jacobeas, que todavía hoy continúan. El autor nos recuerda en su espléndido libro que el cristianismo no inventó las peregrinaciones. Pero tenemos que llegar, como nos propone Don Luis Cardaillac, a estas tierras del Nuevo Mundo; Santiago es el santo de los dos mundos.
No es casualidad histórica: 1492 es el año de la culminación de la Reconquista y también el año de la apertura de América. Mientras la tenacidad de la reina Isabel, desde su campamento de Santa Fe, acaba derrumbando los muros de Granada, ella ha creído en un visionario que le dijo que se puede llegar al Oriente por Occidente; y resulta que sus endebles carabelas han arribado a un nuevo mundo. El ímpetu guerrero cristianizador que la reina quería impulsar hacia el norte de Africa, de repente se desvía, o se reencauza, hacia las tierras de ese nuevo mundo: las Indias.
La fe va a llegar con las espadas guerreras. Frailes y soldados viajan en las mismas carabelas; y en esas naves viaja también el Apóstol Santiago con su caballo blanco y su espada desenvainada.
La conquista guerrera y la conquista espiritual de los indios van a tener toda clase de lances; se van a enfrentar o van a colaborar, chocarán violentamente o marcharán del brazo, irán a la par o se darán de traspiés; y en medio de todos estos lances el Apóstol del caballo blanco: de Matamoros a “mataindios”, para acabar finalmente como defensor de indios y de mestizos, como nos dice el Doctor Cardaillac. A veces las espadas matan, a veces la cruz redime.
Frente a los indios rebeldes del Mixtón se oye de nuevo el grito de guerra de los conquistadores: “Santiago y cierra España”. Pero al mismo tiempo está la iglesia civilizadora y educadora; desde Guadalupe en Zacatecas se irradia la civilización y el espíritu cristiano por toda Norteamérica.
Es este tercer fenómeno histórico enorme y trascendente, el que estudia novedosamente el Doctor Cardaillac: además de la Reconquista ibérica y las peregrinaciones europeas, la Conquista americana con el Apóstol de la espada al frente.
También en América se va a aparecer Santiago delante de los guerreros cristianos; también aquí van a tener una motivación y una justificación religiosa.
No quiero, no puedo ser prolijo: en Querétaro, en la Nueva Galicia, vuelve el Apóstol a ponerse al frente, animando a los conquistadores, justificando su actuación: la fe con sangre entra. Y como en la Nueva España, también se aparece en Guatemala, el Caribe, Colombia, Perú y Chile.
Y el continente entero se llena de fundaciones con el nombre de Santiago Apóstol; en un proceso general, que se contempla casi en los primeros 100 años, la toponimia de Santiago cubre de punta a punta los dominios españoles en América: Santiago de los Caballeros en la Española, hoy Dominicana, Santiago de Cuba, Santiago de la Vega en Jamaica, Santiago Tlatelolco, Santiago de Colima, S. de Querétaro, Compostela en Nayarit, S. de Tolú en Colombia, de Guayaquil en Ecuador, de Almagro en Perú, Santiago de Chile, S. de Talamanca en Costa Rica, S. del Estero en Argentina, S. de Mérida y de León de Caracas en Venezuela, de Monclova en Coahuila, de Xerez en Brasil, de Alanje en Panamá. Cientos de ciudades, pueblos, minas, colegios, valles, haciendas llevan el glorioso nombre.
Y una vez más entra en acción la eficaz práctica de sobreponer cultos cristianos sobre arraigadas inercias paganas: dondequiera que haya un santuario o lugar sagrado que atraiga corrientes de expresión religiosa destinados a Huitzilopochtli o Tezcatlipoca, deidades de la guerra, de la sangre y la violencia sagrada, debe establecerse una ermita, capilla o templo a Santiago Apóstol o a San Miguel, el Arcángel de la flamígera espada, derrotador del Mal “¿Quién como Dios? El es Dios”.
La figura del Apóstol contribuyó de manera decisiva en la conformación del régimen colonial español en América, terriblemente estamentado , y desigual, que en el caso de México duró realmente hasta los inicios del siglo XX. Y que ha sido la malformación congénita de la Nación mexicana, que nos ha rezagado en la historia universal.
Pero hoy los concheros, ataviados como sus antepasados indígenas, siguen danzando ritualmente con sus jerarquías y estructuras castrenses al estilo español y sus ritos semisecretos. Ellos también vieron el signo de la cruz en el cielo. Y Santiago se ha vuelto su protector celestial.
Septiembre 26, 2002
Esteban Garaiz