Para
Milenio
Esteban
Garaiz
24 de
marzo 2020
Para
quienes aspiramos a que México algún día llegue a ser una nación próspera,
justa, igualitaria y fraterna hay dos fechas de marzo que no pueden pasar sin
conmemoración.
Ambas son
dos hitos en ese largo, accidentado, proceso histórico de desconquista: de liberarse gradualmente de las perversiones
sociales que el régimen colonial dejó en la estructura misma de la emergente
nación mexicana, y de las que no acabamos de desembarazarnos para sustentar la
verdadera república con sus valores esenciales de libertad, igualdad y
fraternidad.
Esas dos
fechas, como todos los que fueron escolares saben, son: la Expropiación
Petrolera el pasado día 18 y el Natalicio de Benito Juárez el 21.
La severa
contingencia global de la pandemia ha sobrepuesto, como es lógico, lo urgente
sobre ese pasado tan presente en nuestra convivencia nacional.
En efecto,
se trata de un asunto “grave y prioritario” para la humanidad entera, de la que
formamos parte; y requiere “respuesta global” porque, digan lo que digan los
apasionados, lo grave de nuestra realidad no es lo que se llevaron los
gachupines (que ahora se lo llevan las mineras canadienses en un mes).
Lo
verdaderamente grave para edificar la república es lo que dejaron; y lo que
dejaron es una sociedad terriblemente estratificada, explotadora, sustentada en
un orden agrario para- feudal y de servidumbre peonal.
Ese orden
agrario de latifundios, en manos de menos de uno por mil, duró 100 años más de
la ficticia república (incluso con dos intentos de imperio) a partir de la tramposa
Independencia de las Tres Garantías; Y costó más de un millón de muertos
campesinos para demolerlo.
Debe
decirse que ha habido incluso intentos, muy recientes, de querer promover ahora
a Agustín de Iturbide como el “segundo Padre de la Patria”. Sólo eso nos
faltaba.
Ya desde
finales del mismo virreinato, el aristócrata alemán Alexander von Humboldt,
asombrado por lo que observaba como
hombre ilustrado, dejó escrito en su Ensayo Político sobre el Reino de la Nueva
España, 1811, y citando al obispo de Michoacán: “Los Españoles componen la
décima parte de la masa total. Casi todas las propiedades y riquezas del reino
están en sus manos. Los indios y las castas cultivan la tierra. Sirven a la
gente acomodada, y sólo viven del trabajo de sus brazos”.
Continúa
diciendo: “De ello resulta entre los indios y los blancos esta oposición de
intereses, este odio recíproco que tan fácilmente nace entre los que lo poseen
todo y los que nada tienen. Pero en América son todavía más espantosos porque
no hay estado intermedio: es uno rico o miserable, noble o infame de derecho y
de hecho. Efectivamente los indios y las castas están en la mayor humillación”
(Edit Porrúa 1966).
Cita
Humboldt también en su Ensayo, que la Iglesia Católica como institución
integrante del poder civil colonial, poseía inmensas tierras “de manos muertas”
que llegaban a ser hasta el 40 por ciento de la superficie cultivable.
Fue
precisamente la generación de la Reforma, con Benito Juárez a la cabeza, la que
no sólo eliminó el carácter obligatorio de la religión católica “sin tolerancia
de ninguna otra”; sino que desmanteló el poder terrateniente de la iglesia.
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